Título original: Dnevnik líshnego cheloveka
Autor: Iván Turguénev
Editorial: Nórdica
Traducción: Marta Sánchez-Nieves
Páginas: 118
Fecha publicación original: 1850
Fecha esta edición: febrero 2016
Encuadernación: rústica con sobrecubierta
Precio: 15 euros Ilustración de cubierta e interiores: Juan Berrio
Poco antes de morir, Chulkaturin decide iniciar
un diario con el que se despedirá de este mundo. No sabe qué puede
contar, pues se considera, simplemente, un hombre superfluo,
prescindible por completo. Su infancia fue normal y no ha hecho nada
reseñable en toda su vida. Tampoco se ha preocupado por sus relaciones
con los demás. Ni siquiera cuando conoció a Yelizaveta...
El concepto de hombre superfluo, como hombre inteligente, sensible e idealista pero nihilista e indeciso, se hizo popular gracias a la publicación de esta obra de Iván Turguénev en 1850. Este es un personaje tipo en la literatura rusa del siglo XIX y su recurrente presencia en poemas, novelas y teatro acabó convirtiéndolo en un arquetipo nacional.
No os digo lo mucho que me gustan los clásicos rusos porque ya lo he dicho más de una vez. Sé que se les tiene mucho miedo, que se ven esos tochos de mil páginas y se caen el alma y las ganas a los pies, pero es que la literatura rusa tiene mucho, mucho donde explorar. Y sí, a mí esos tochos me encantan, pero es que hace ya años que descubrí la vertiente contraria, la de las nouvelles, y no sabéis la de tesorillos, la de joyas, que se esconden ahí. Así que quien le tenga miedo a los clásicos en general, y a los rusos en particular, de verdad, empezad por una nouvelle de los grandes, que se leen en un suspiro y son una gozada. Literatura de la buena, de la mejor, condensada en no más de 150-200 páginas.
Ya os he traído alguna de esas nouvelles clásicas rusas de la mano de Tolstói y Pushkin, y precisamente cuando reseñé a Pushkin prometí volver prontito con Turguénev. Al final decenas y decenas de lecturas se hacen su hueco y apartan a otras, y quien dice pronto dice año y medio después, pero aquí vengo con ese prometido Turguénev. Y lo hago con Diario de un hombre superfluo, que si os digo que me ha encantado, me quedo corta. Lo he leído dos veces en apenas mes y medio. Con eso creo que está todo dicho. Una joya. Y me da ya miedo utlizar tanto esta expresión últimamente, que de tanto usarla va a perder significado, pero es que lo es.
Chulkaturin es un joven ruso de unos treinta años al que el médico le acaba de notificar que apenas le quedan dos semanas de vida. Le aburre no hacer nada, no le apetece leer, pero de ponerse a escribir, no sabe tampoco sobre qué hablar... y decide contar su propia vida. Sabe que no le interesará a nadie, pero aun así, se dispone a ello. Y lo que iba a ser el relato de su vida se centra en su mayor parte en las dos cosas que más le han marcado a lo largo de ella: la relación con su padre (en menor medida) y la única vez que llegó a enamorarse (que ocupa la mayor parte de la narración). El dolor y la humillación de ese amor todavía le hacen daño, y se extiende tanto en contarnos este suceso, y son tan pocos los días que le quedan, que al final será casi lo único que le dé tiempo a narrar. Aun así, esta historia de desamor es suficiente para responder la pregunta que se hace en un momento dado y que es la finalidad de su diario: Bueno, y ahora díganme: ¿Soy o no un hombre superfluo?
Y a todo esto, ¿cuántas veces hemos escuchado la palabra superfluo? ¿Cuántas veces la hemos utilizado para definir a alguien? ¿Cuántos sabemos que ese adjetivo referido a una persona nació, tal y como lo conocemos, con este libro? Chulkaturin se define a sí mismo como un hombre tímido, solitario, introvertido, receloso, desconfiado, nada elocuente... es un hombre tenso, por así decirlo, desde la infancia... y superfluo. Le cuesta encontrar la palabra, pero da con ella. Es superfluo. Es prescindible. Se considera innecesario, un excedente, y como tal, le ha tratado la vida.
Ya os he traído alguna de esas nouvelles clásicas rusas de la mano de Tolstói y Pushkin, y precisamente cuando reseñé a Pushkin prometí volver prontito con Turguénev. Al final decenas y decenas de lecturas se hacen su hueco y apartan a otras, y quien dice pronto dice año y medio después, pero aquí vengo con ese prometido Turguénev. Y lo hago con Diario de un hombre superfluo, que si os digo que me ha encantado, me quedo corta. Lo he leído dos veces en apenas mes y medio. Con eso creo que está todo dicho. Una joya. Y me da ya miedo utlizar tanto esta expresión últimamente, que de tanto usarla va a perder significado, pero es que lo es.
Chulkaturin es un joven ruso de unos treinta años al que el médico le acaba de notificar que apenas le quedan dos semanas de vida. Le aburre no hacer nada, no le apetece leer, pero de ponerse a escribir, no sabe tampoco sobre qué hablar... y decide contar su propia vida. Sabe que no le interesará a nadie, pero aun así, se dispone a ello. Y lo que iba a ser el relato de su vida se centra en su mayor parte en las dos cosas que más le han marcado a lo largo de ella: la relación con su padre (en menor medida) y la única vez que llegó a enamorarse (que ocupa la mayor parte de la narración). El dolor y la humillación de ese amor todavía le hacen daño, y se extiende tanto en contarnos este suceso, y son tan pocos los días que le quedan, que al final será casi lo único que le dé tiempo a narrar. Aun así, esta historia de desamor es suficiente para responder la pregunta que se hace en un momento dado y que es la finalidad de su diario: Bueno, y ahora díganme: ¿Soy o no un hombre superfluo?
Y a todo esto, ¿cuántas veces hemos escuchado la palabra superfluo? ¿Cuántas veces la hemos utilizado para definir a alguien? ¿Cuántos sabemos que ese adjetivo referido a una persona nació, tal y como lo conocemos, con este libro? Chulkaturin se define a sí mismo como un hombre tímido, solitario, introvertido, receloso, desconfiado, nada elocuente... es un hombre tenso, por así decirlo, desde la infancia... y superfluo. Le cuesta encontrar la palabra, pero da con ella. Es superfluo. Es prescindible. Se considera innecesario, un excedente, y como tal, le ha tratado la vida.
Superfluo, superfluo... he encontrado la palabra perfecta [...] Es evidente que la Naturaleza no contaba con mi aparición y, en consecuencia, se comportó conmigo igual que con un huésped no esperado ni invitado [...] Continuamente, toda mi vida, he encontrado ocupado mi lugar, quizá porque buscaba ese lugar donde no debía.
Diario de un hombre superfluo es
muy rusa, y eso se traduce en que se adentra en la exposición
existencialista de todas aquellas miserias que nos hacen humanos y que convierten a estos personajes clásicos en universales y sus sentimientos en genéricos para cualquier época y lugar. Pero es que además es
muy de su tiempo, y el amor romántico, el desamor, el honor y la
consciencia del propio yo son partes esenciales de la trama. Chulkaturin nos habla de cómo amaba a un padre imperfecto que se desvivía por él y rechazaba a una madre virtuosa que le trataba con frialdad, y nos cuenta cómo amó a una joven que le hizo soñar con un yo distinto, un yo más parecido a los demás, y cómo esa ilusión y su posterior desengaño le hicieron cerrar con doble llave para siempre un candado interno que apenas había comenzado a abrir.
Y os cuento esto y diréis, "vaya rollo". ¡Pues no! Porque aquí es donde entran Iván Turguénev y su prosa. Elegante, delicada, lírica en muchos pasajes... Turguénev narraba siempre bonito y sugestivo. Y nada pesado. Que nadie le tenga miedo a eso, la lectura es muy fluida y ágil. Pero es que además en esta obra ironiza sobre cosas que per sé deberían ser dramáticas, y algo que a priori podría resultar patético o trágico, no lo es en absoluto, y consigue sacarte la sonrisa de vez en cuando. Así que en la narración se alterna el intimismo con la ironía, el desamor con la ternura, la sensibilidad con el realismo y el miedo hacia el inevitable final con la resignación del que no puede hacer nada por evitarlo. Y sonríes leyendo, a pesar de la nostagia que desprende toda la narración... porque si no fuese así, si no fuese melancólico, algo fallaría en este lienzo.
Y os cuento esto y diréis, "vaya rollo". ¡Pues no! Porque aquí es donde entran Iván Turguénev y su prosa. Elegante, delicada, lírica en muchos pasajes... Turguénev narraba siempre bonito y sugestivo. Y nada pesado. Que nadie le tenga miedo a eso, la lectura es muy fluida y ágil. Pero es que además en esta obra ironiza sobre cosas que per sé deberían ser dramáticas, y algo que a priori podría resultar patético o trágico, no lo es en absoluto, y consigue sacarte la sonrisa de vez en cuando. Así que en la narración se alterna el intimismo con la ironía, el desamor con la ternura, la sensibilidad con el realismo y el miedo hacia el inevitable final con la resignación del que no puede hacer nada por evitarlo. Y sonríes leyendo, a pesar de la nostagia que desprende toda la narración... porque si no fuese así, si no fuese melancólico, algo fallaría en este lienzo.
De la edición de Nórdica poco puedo decir salvo que es preciosa. Las imágenes que os he ido poniendo por ahí arriba hablan por sí solas. Aparte de las ilustraciones en color a página completa, cada comienzo de capítulo lo hace con una ilustración más pequeña en blanco y negro de trazos más finos y elementales. Es que es bonita hasta decir basta.
Solo puedo terminar diciendo que es de esos clásicos que hay que leer, sí o sí, y que Chulkaturin es de esos personajes clásicos que han pasado a la historia de la literatura. Un hombre que se sentía insignificante, superfluo y que representa, con todas sus contradicciones, el paradigma del intelectual ruso del siglo XIX: aquel que carecía de voluntad y caminaba, a pesar de su inteligencia, titubeante por la vida. Si os acercáis a conocerle, no creo que os defraude.
Iván Turguénev (Oriol, Rusia, 1818 - Bougival, Francia, 1883). Escritor
ruso. Perteneciente a una familia noble rural, pasó su infancia en la
hacienda materna hasta que se trasladó a Berlín para seguir estudios
superiores, momento en el que entró en contacto con la filosofía
hegeliana. De vuelta a su país, inició su carrera literaria con relatos
que se inscriben dentro de la estética posromántica del momento (años
treinta), mientras trabajaba como funcionario público, cargo que
abandonó en 1843 por un gran amor, Pauline Viardot, cantante rusa
constantemente en gira, con la que Turguénev mantuvo una apasionada
relación.